Comentario
CAPÍTULO VI
El gobernador y su ejército se hallan en mucha confusión por verse perdidos en unos desiertos y sin comida
El ejército de los cristianos caminaba por sí aparte, en sus escuadrones formados los infantes y los de a caballo. Y el capitán general Patofa, que, como se ha dicho, llevaba cuatro mil hombres de guerra, gente escogida, caminaba asimismo en su escuadrón aparte, con avanguardia y retaguardia, y la gente de carga y servicio iba en medio. De esta manera caminaban estas dos naciones tan diferentes, aunque no en el gobierno militar, porque era cosa de gran contento ver la buena orden y concierto que cada cual, en competencia de la otra, llevaba. Y los indios, en ninguna cosa que fuese guardar buena milicia, querían reconocer ventaja a los españoles.
De noche también se alojaban divididos, que, luego que los cuatro mil indios de carga entregaban el bastimento a los nuestros, se pasaban a dormir con los suyos, y así los indios como los castellanos ponían sus centinelas y se velaban y guardaban los unos de los otros como si fueran enemigos declarados. Particularmente hacían esto los cristianos porque de ver tanta orden y concierto en los infieles se recataban de ellos; mas los indios iban bien descuidados de toda malicia, antes mostraban deseo de agradar en toda cosa a los españoles, y el poner las centinelas con sus cuerpos de guardia y la demás orden que guardaban más lo hacían por mostrarse hombres de guerra que por recatarse de los españoles. Con esta vigilancia y cuidado caminaron todo el tiempo que les duró la compañía y por el paraje por do fueron, que acertó a ser por lo más angosto de la provincia de Cofaqui; salieron de ella en dos jornadas, y la segunda noche durmieron al principio del despoblado grande que hay entre las dos provincias de Cofaqui y Cofachiqui.
Otras seis jornadas caminaron por el despoblado, y vieron que la tierra era toda apacible, y las sierras y montes que se hallaban no eran ásperos ni cerrados, sino que podían andar fácilmente por ellos. En estas seis jornadas, entre otros arroyos pequeños, pasaron dos ríos grandes, furiosos y de mucha agua, mas por traerla tendida pudieron vadearlos aprovechándose de los caballos, de los cuales hicieron una pared del un cabo al otro del río para que en ella quebrase la furia del agua, que era tan recia que a la cinta que diese a los infantes no podían tenerse, mas, con el socorro de los caballos, asiéndose a ellos, pasaron sin peligro todos los de a pie, así indios como españoles.
Al seteno día se hallaron en medio de la jornada en gran confusión indios y españoles porque el camino que hasta allí habían llevado, que parecía un camino real muy ancho, se le[s] acabó, y muchas sendas angostas, que a todas partes por el monte había, a poco trecho que por ellas caminaban, se les perdían y quedaban sin senda, de manera que, después de hechas muchas diligencias, se hallaron encerrados en aquel desierto sin saber por dónde pudiesen salir de él, y los montes eran diferentes que los pasados porque eran más altos y cerrados, que con trabajo podían andar por ellos.
Los indios, así los que el gobernador traía domésticos como los que iban con el general Patofa, se hallaron perdidos, sin que entre todos ellos hubiese alguno que supiese el camino ni decir a cuál banda podían echar para salir más aína de aquellos montes y desiertos. El gobernador, llamando al capitán Patofa, le dijo que por cuál causa le había metido, debajo de amistad, en aquellos desiertos donde, para salir de ellos a parte alguna, no se hallaba camino, y cómo era posible ni creedero que entre ocho mil indios que consigo traía no hubiese alguno que supiese dónde estaban o por dónde pudiesen salir a la provincia Cofachiqui, aunque fuese abriendo los montes a mano, y que no era verosímil que, habiendo tenido guerra perpetua los unos con los otros, no supiesen los caminos públicos y secretos que pasaban de la una provincia a la otra.
El capitán Patofa respondió que ni él ni indio de los suyos jamás habían llegado donde al presente estaban y que las guerras que aquellas dos provincias se habían hecho nunca habían sido en batallas campales de poder a poder, entrando los unos con ejército hasta las tierras de los otros, sino solamente en las pesquerías de aquellos dos ríos y los demás arroyos que atrás habían dejado y en las monterías y cacerías que los unos y los otros hacían por aquellos montes y despoblados que habían pasado, donde, encontrándose en tales monterías y pesquerías, como enemigos se mataban y cautivaban, y que, por haber sido los de Cofachiqui superiores a los suyos y haberles hecho siempre muchas ventajas en las peleas que así habían tenido, sus indios andaban amedrentados y como rendidos sin osar alargarse ni salir de sus términos y que, por esta causa, no sabían adónde estaban ni por dónde pudiesen salir de aquellos despoblados y que, si su señoría sospechaba que él los hubiese metido en aquellos desiertos con astucia y engaño para que pereciesen en ellos con su ejército, se desengañase, porque su señor Cofaqui ni él, que se preciaban de hombres de verdad, habiéndolos recibido por amigos, no habían de imaginar, cuánto más hacer, cosa semejante. Y para certificarse que era verdad lo que decía, tomase los rehenes que quisiese y que, si bastaba su cabeza para satisfacerle, que muy de su grado se la entregaba luego para que mandase cortársela, no sólo a él sino también a todos los indios que con él venían, los cuales todos estaban a su obediencia y voluntad, así por ley de guerra, porque era su capitán general, como por particular mandato que su curaca y señor les había dado diciendo que en toda cosa le obedecieron hasta la muerte.
El gobernador, oyendo las buenas palabras de Patofa y viendo el ánimo apasionado con que las decía, porque no hiciese alguna desesperación, le dijo que le creía y estaba satisfecho de su amistad. Luego llamaron al indio Pedro, de quien dijimos le había maltratado el demonio en Cofaqui. El cual, desde la provincia de Apalache hasta aquel día, había guiado a los españoles con tanta noticia de la tierra que la noche antes decía todo lo que el día siguiente habían de hallar en el camino. Este mozo, también como los demás indios, perdió el tino que hasta allí había traído, y dijo que, como había cuatro o cinco años que había dejado de andar por aquel camino, estaba olvidado de tal manera que totalmente se hallaba perdido, que ni sabía el camino ni acertaría a decir a tiento por do pudiesen salir a la provincia de Cofachiqui. Muchos españoles, viéndole cerrarse y desconfiar de la noticia del camino, decían que de temor del demonio que le había maltratado y amenazado no quería guiarles ni decir por cuál parte habían de salir por aquel despoblado.
Con esta confusión, sin saber cómo salir de ella, caminaron nuestros españoles lo que del día les quedaba sin camino alguno sino por donde hallaban más claro y abierto el monte. Yendo así perdidos, llegaron al poner del sol a un río grande, mayor que los dos que habían pasado, que por mucha agua no se podía vadear, cuya vista les causó mayores congojas porque ni para lo pasar tenían balsas o canoas, ni bastimento que comer mientras las hiciesen, que era lo que más pena les daba, porque la comida que de Cofaqui habían sacado había sido tasada para siete días que habían dicho duraría atravesar el despoblado y, aunque habían llevado cuatro mil indios de carga, habían sido las cargas tan livianas que no eran medias de las ordinarias y un indio a todo reventar no puede llevar más de media hanega de zara o maíz, y éstos, por ir cargados, no habían dejado de llevar sus armas como los demás indios que iban por soldados, que, como todos ellos habían salido de su tierra con intención de vengarse de los de Cofachiqui, iban apercibidos de sus armas y también las llevaban por no volverse con las manos en el seno habiendo de pasar por tierras ajenas y de enemigos. Por estas causas, porque éstos eran casi diez mil hombres y cerca de trescientos cincuenta caballos a comer del maíz, cuando llegó el seteno día de su camino ya no llevaban cosa de comer y, aunque el día antes se había echado bando guardasen la comida y se tasasen en ella, porque se temía si la hallarían tan presto o no, era ya tarde, que ya no había qué guardar. De manera que nuestros españoles se hallaron sin guía, sin camino, sin bastimento, perdidos en unos desiertos, atajados por delante de un caudaloso río y por las espaldas con el largo despoblado que habían andado y por los lados con la confusión de no saber cuándo ni por dónde pudiesen salir de aquellos breñales, y, sobre todo, la falta de la comida, que era lo que más les congojaba.